
La mañana del domingo 4 de junio de 1995, me acuerdo la fecha porque me pegué el jabón de mi vida, la alarma de incendio me hizo saltar de la cama de invitados de mi amigo Gonzalo Pascual.
Estaba terriblemente asustado, sorprendidamente aturdido y desprevenidamente en calzoncillos así que quise ponerme el short al mismo momento que daba un paso. La resolución fue una trastabillada de dos metros hasta dar con la frente justo en el filo de la puerta.
La alarma no cesaba y todos seguían durmiendo. ¿Acaso yo tenía que sacar a todos de la casa a upa, como hacían en las películas? Mientras intentaba llegar hasta la salida en velocidad me sentí muy transpirado. Me pasé la mano por la frente para secarme y casi me desmayo cuando vi que en lugar de agua lo que salía de mi cabeza era sangre.
Llegué hasta la puerta completamente mareado y con la presión baja pero no podía dejarme vencer. De pronto escuché un ruido en el cuarto de los padres y la alarma se detuvo. Seis segundos después Osvaldo salía de su cuarto en bata y pantuflas, un vestuario para nada apropiado para huir de un incendio.
“¿Qué te pasó en la cabeza, Juaco?”, preguntó con un poco de asco
“Me quise apurar por la alarma de incendios y me la dí en la cabeza con la puerta”, respondí más como héroe que con vergüenza.
“No, no es la alarma de incendios… es el despertador”…
No lo culpo a Osvaldo por tener que usar ese despertador del averno, porque no hay forma de ser bien despertado. Ni siquiera lo son esos placenteros despertares orales de mediados de la noche que con el tiempo se transforman en “Qué hacés? dejá dormir, che”.
Por suerte, con el desarrollo del celular los despertadores no suenan como alarmas de incendio. Ahora, en cambio, ponemos doce alertas antes de abrir los ojos. Si tenemos que amanecer a las 7, programamos 06:02, 06:12, 06:22… ¿Ustedes también roban esos dos minutos en lugar de ponerlo en punto?
Esa hora de sueño entre alarmas es extrañísima porque dormimos sabiendo que estamos durmiendo. Encima no hay peor susto que despertarse sólo antes de una alarma, pensando que uno se quedó dormido. Pero tampoco hay mayor satisfacción que descubrir que todavía falta un minuto para que suene. ¡Ese minutos nos dormimos en el sueño más profundo!
Sin embargo, ya venía con la idea de que estamos viviendo en una época de sobrepoblación de alarmas y después de una consulta que hice en Instagram, pude confirmarlo.
Según esta breve encuesta, tan escasamente representativa como insignificante, la gente usa alarmas para todo: recordar turnos médicos (¿ya nadie usa agendas?), para darle la medicación a los hijos (malos padres), para darse medicación a sí mismos (malos mismos), para tomar agua (WTF?), para regar la planta de porro (entendería en ese caso el olvido), para que no se pase el huevo duro (odio el huevo duro así que no los juzgo). Algunos realizan diariamente una inversión del recurso que me pareció fascinante, ¡usan el despertador para recordarse que tienen que irse a dormir! Pero, sobre todo, me asombré con uno que ha llegado al extremo de ponerse una alarma para no olvidarse de ponerse una alarma.
En definitiva, se trata de una batalla diaria de la que ninguno se salva. Todos nos vemos obligados cada mañana a ser arrancados de las entrañas de nuestra hermosa cama por un sonido alarmante que todo lo arruina. Pero yo afirmaría, sin temor a equivocarme ni a sonar exagerado, que si los despertadores no existieran ya no habría guerras en el mundo.