-Vamos a dejar el respirador en la puerta. Es una cuestión de rutina pero en caso de que se necesite vamos a llevar a la chiquita a terapia intensiva- las palabras de la doctora sonaron firmes. Ella sabía lo que estaba diciendo y que al hacerlo me estaban partiendo a la mitad.
Hacía unos días que estábamos internados en la Trinidad Belén (mi mujer), Guadaupe (nuestra hija) y yo. Todo por esa puta bronquiolitis, una enfermedad pelotuda pero que si te agarra antes de los 40 días te puede matar.
Lo más difícil de tener una hija a punto de morirse no es ir luchando contra la enfermedad, sino responder con hidalguía a los mensajes de los médicos y contener con ternura a una esposa. Lo trágico es ir escondiendo el miedo, porque se supone que un hombre no llora y un marido contiene.
No se esperaban cosas solamente de mí. Belén también tenía que responder a su deber de madre pero incluso físicamente: sacándose leche de las tetas cada media hora. Esa leche se metía por la nariz de la bebé, vía continua por una sonda. Mi mujer lloraba mientras estrujaba el pezón sin derramar ni una gota. Si el hombre no llora, la mujer es madre y amamanta. Y mi mujer estaba tan nerviosa que, por más de que exprimiera con todas sus fuerzas, no salía ni un poco.
Esperé a que se fueran todos de la habitación y me metí en el baño a llorar. Lloré sentado en el inodoro, con la cabeza sobre la pared sintiendo el frío del zócalo, y con las manos sobre las piernas, cacheteándolas cada tanto. Lloré sólo, sabiendo que mi mujer también estaba llorando sola en otro lugar del hospital.
Guadalupe estaba conectada a tubos que le daban de comer y máquinas que la hacían respirar. El momento era de la bebé y yo, tremendo hijo de puta, sentado en el inodoro y cacheteandome los muslos, no paraba de pensar que era un tema mío. Sentía que en realidad, todo esto era para demostrarme que no servía ni para padre, ni para hombre.
En lo que no servía como hombre era en cuidar, y pensaba que tenía que atravesar esta situación para descubrirlo. El hombre-padre protege a sus crías, y eso con mi hija me estaba saliendo bastante para el orto. Pero el hombre no solo cuida a las crías, también, a su pareja… y ahí también estaba fallando. Cada vez que como hombre-esposo empezaba a decir alguna de las palabras que están en el guión de los padres con hijos enfermos (“ahora todo va a mejorar”, “quedate tranquila”, “yo me encargo de arreglar todo”), cada vez que empezaba a decir algo de eso, se me atragantaba algo en la tráquea, los ojos se me llenaban de lágrimas y no podía seguir. Era Belén la que en ese momento me contenía, me abrazaba y me decía que todo iba a pasar y que me quedara tranquilo.
Eso de no sentirme ni padre ni hombre era nuevo, lo empecé a sentir acorralado y en soledad en el baño del hospital. Tiempo antes, por el contrario, creía que era el macho más viril del planeta. En algún momento habíamos cogido como los dioses, había acabado dentro de la mujer amada y un test había dicho “Tu acabada funcionó bárbaro, ahora van a tener un bebé”. Ahí sí que sentía que tenía la poronga grandota, que de una cogida íbamos a tener un bebé, que no nos había costado nada porque mi semen era perfecto. Sin embargo, el macho alfa no sabía al momento de esa acabada que meses después iba a estar llorando por los rincones, sin lograr mantenerse en pie, muerto de miedo y sentado en un inodoro.
Cuando mi hija nació pasó algo increíble. De pronto, con mi mujer abierta a la mitad y diciendo “hay olor a quemado”, un médico sacó de una panza a una persona desconocida y la presentó como “Acá está Guadalupe, tu hija”. Se suponía que sería “la alegría y la razón de mi vida” pero no podía dejar de pensar “¡saquen a ésta desconocida de acá! ¡¿No ven que a mi mujer la acaban de abrir con un cuchillo a la mitad?! ¡Después vemos qué hacemos con esa cosa pequeña que llora!”
Lo que pasó es que ni bien nació me llevaron con mi hija a una sala que estaba al lado del quirófano, la lavaron en una pileta y hasta tuvieron que enseñarme las enfermeras como debía sostenerla. Mientras tanto, la persona desconocida lloraba como condenada, seguramente cagada de frío, en un lugar desconocido y siendo sostenida a upa por alguien con quien compartía carga genética pero que no había visto nunca en su puta vida.
En algún momento, empecé a darme cuenta que ese bebé sin mí se cagaba muriendo. Y puede ser que haya empezado a sentirme importante, quizás por primera vez en la vida. Con el paso de los días, o las noches, (durante el primer mes no dormí y perdí noción del tiempo) me fui fascinando al descubrir como mi hija iba descubriendo el mundo. Es difícil explicar cómo ese peceto que había salido de la panza de Belén, por el que no había sentido ninguna empatía en el momento de su nacimiento, treinta y cinco días después, mirando la maquina de saturación, sentía que si ella se moría me moría con ella. Treinta y cinco días tampoco es tanto tiempo como para enamorarse, pero algo había cambiado por completo.
Estuve un buen rato en ese baño temblando y moqueando, hasta que se me vaciaron las lágrimas. No sé cuántos minutos pasaron para darme cuenta de que mi lugar era el de, simplemente, ser y estar para esas dos mujeres. Todavía con la cabeza sobre el frío zócalo del baño entendí que ser padre es tener miedos, pero enfrentarlos. Salí, me acerqué a la bebé y la besé.
Esa noche, al igual que el último mes, tampoco dormí. Sólo que esa vez fue distinto, me quedé mirando como mi bebé dormía y le tomé la mano hasta que le dieron el alta… o hasta que ella quiera soltarla.
Un relato desgarrador que los padres que lo padecen son conscientes de que el amor que se siente por los hijos traspasa todas las barreras. Me ha gustado mucho.
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Hola! Gracias por tus palabras. Llevo tiempo trabajando en este texto del que creo que todavía está en evolución.
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