La sombra, el coronavirus es el segundo relato que completé para el mundial de escritura que se está desarrollando en este momento. Una apuesta por la escritura directa, en lo que siento, en lo que creo que sienten, en el miedo, la angustia y el encierro. Si quieren leer La fe y el truco (mi primer relato para el mundial) también los invito a hacerlo y dejar sus comentarios. Hay en el blog otro texto sobre el coronavirus que, evidentemente, está siendo un buen escape escribir sobre lo que pasa.
Mis palabras no son originales, ni por su contenido ni por su forma. Son, seguramente, una manera sutil de confrontar con los días, con el encierro y contra el bicho ese. Nada que pueda hacer, nada que sepa hacer, nada que quiera hacer. Simplemente, el miedo que se apodera de los minutos y de los segundos. Los nervios que, como el virus, también crecen de manera exponencial.
Antes del arranque de la pandemia yo era un tipo meticuloso, quizás en exceso, de las cuestiones sanitarias. Llevaba siempre conmigo mi alcohol en gel, cada vez que entraba a un lugar pasaba a lavarme las manos y los dientes e, incluso, algunas veces sufrí al ingresar a algún lugar donde podía detectar con facilidad la existencia de virus y bacterias. Pero nunca tanto como estos días. Hoy sí puedo decir que siento morir.
Me preocupa no tanto lo que pueda pasarme a mí con el bicho, sino la capacidad que tiene de convertirme en un asesino serial. Que de mi virus pase un virus al vecino del quinto, del vecino del quinto a su mamá, que muera la vieja, que mueran sus nietos asmáticos, que la lleven a un hotel a hacer la cuarentena y que, con el bicho que arranqué yo, ella se lo pase al enfermero, al camillero y al que manejaba la ambulancia.
A veces, percibo como la enfermedad avanza dentro de mi cuerpo. Mi aliento se vuelve pesado e imagino la repulsión de mi mujer al besarme. Cuando me concentro en la respiración, de vez en cuando, siento como me penetra por las fosas nasales un hilo de aire más frío que el resto de mis respiraciones. Estoy seguro que esa enfermedad es un hálito frío entrando por mi nariz. Entonces, trato de expulsarlo, como si de mí dependiera. Intento calentar mi tracto respiratorio, exhalar con fuerza y repeler a la amenaza para que, por lo menos, quede dentro mío sólo una pequeña dosis de la enfermedad, esa misma que me permite continuar siendo asintomático, que me permite seguir teniendo vida y, por lo tanto, seguir teniendo miedo.
Arranqué consumiendo todo tipo de noticias hasta quedar seguro de que estaba infectado. Los primeros días de la pandemia me encargaba de entrar a los portales de noticias, buscar dónde estaba el resumen de los síntomas, ir haciendo un chequeo de cada uno de ellos y, al no detectar ninguno, quedarme con la sensación de que el virus lo tenía adentro pero todavía en la fase no manifiesta.
Con el pasar de los días fui cerrando todo tipo de comunicación con el exterior. Primero dejé de buscar el diario a la puerta. Luego le puse film a la cerradura y cerré cuidadosamente las ventanas. Abandoné todos los grupos de whastapp porque desinforman, porque se llenan de cadenas, de chistes y de memes. No se puede estar pendiente de eso para recibir la información. Decidí que iba a entrar a leer solo dos noticias por día y de un solo portal. Me juré poner el televisor de ocho a ocho y media. Debo ser una de las personas que más sabe de la enfermedad en el mundo y también, de las que menos. Porque algo leo, porque enseguida pienso que es el final, después pienso que es todo mentira y por último trato de no pensar y me encierro a llorar en el baño, a escondidas de mi familia.
Con ellos trato de hablar cada vez menos, mi mayor temor es que una gota de mi saliva sea la posibilidad de contagio de uno de ellos, para ser luego la fuente de contagio de todos los demás. No les tengo miedo a ellos, tengo miedo de que me teman a mí. Soy yo su verdadera amenaza, el verdadero peligro.
Hoy fui a hacer compras. Lo sentí como un acto heróico, entendí mi lugar de hombre de la familia y el sacrificio necesario para afrontar el salir a la calle en nombre de la dinastía que arrancaba en mi esposa y en mi. Fue un solidaridad familiar y me sentí realizado. Pero también tirité de miedo y lloré de angustia en la fila del supermercado, afuera, rodeado de gente con barbijos, guantes y bichos. Todos posibles portadores, todos posibles contaminantes, todos una amenaza constante de quien a todo le teme y que ve en todo la posibilidad tremenda de un final inevitable.
La noche es el peor momento, por eso escribo bajo la luna. Cada vez que me acuesto en la cama en lo único que pienso es en el momento en que voy a levantarme de la cama con fiebre, que voy a caminar tiritando hasta la cocina, donde dejé el termómetro, que lo voy a poner en mi axila y ahí sí dejaré de ser asintomático. Y si a la mañana despierto sin haber pasado de 36.6 sé que todavía le quedan al puto bicho, noches y noches y noches de revancha.
Ahora estoy sano, o quizás está desarrollándose en mí en este momento la enfermedad, no lo sé. Lo que sí puedo sentir es que todavía estoy bien y que quiero aprovechar para inmortalizar mi bienestar en estas letras, porque cuando empiece a estar mal me reprocharía no haberlo hecho.
👏👏
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Buena crónica para la posteridad y que tu salud actual quede para la inmortalidad. Me gusta. Saludos.
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En rigor de verdad, y para que conste en los registros, el texto es un poco exagerado. :p
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